sábado, 26 de noviembre de 2011

Una refrescante longevidad


(Señora Clara, fotografía Leslie Cerón)

Mi admiración a los más viejos viene dada por la suerte que he tenido en conocer a los precisos. Ya sabemos lo plagado de ancianos maquiavélicos, inescrupulosos, y profundamente egoístas que está el mundo. De esos, los gerontócratas, que se apoderaron de la imagen del ser humano añoso, y en su particular caso también añejo, que intenta conservar sus viejos estandartes por medio de convenciones como que las de respeto a la experiencia, a la historia, y a una supuesta “sabiduría”.

No obstante, mucho de aquello simplemente ha venido a sostener propósitos de usura y explotación por medio incluso de cartas magnas. Y una vez decaídos por las implicancias implacables del tiempo, tienen su As bajo la manga: vástagos, herederos anquilosados en ese éxito a costa de la muerte a perpetuidad.

Pero como los huasos no son sólo los Quincheros, y los ejércitos no son sólo los prusianos, ni todos los jóvenes son los que aparecen en “Perla”, ni todas las banderas responden a un grupo de gente amparada temerosamente en la estructura sistémica de un régimen, no todos los viejos, son viejos de mierda.

Carmen Corena, Juan Radrigán, José Miguel Varas, Víctor Insulsa, Elvira Hernández, Alejandro Stuart, de oídas Gabriel Salazar y Clotario Blest, los anónimos don René y la señora Clara, el conserje y la viejita barrendera de Amunátegui, el tío Raúl y la tía Any, y por supuesto Manuel Cavieses, son alguna de las personas, que distantes generacionalmente de los más mozos, comparten la fuerza y potencia de lo siempre nuevo.

Podemos los jóvenes pecar de ignoracia –y también de soberbia- y no conocer a veces, quienes son estas grandes personas, pero incluso en esta situación, muchos de nosotros nos quedaremos impávidos, enganchados, seducidos, conectados íntimamente con sus exposiciones, con su filosofía, con su refrescante longevidad entrándonos como viento fresco por las a veces trágicas conjeturas y cómodos lamentos sobre el mundo actual.

Muchas veces he caído en cuenta que la comunicación se da mucho más fácilmente con ellos. Que puedo profundizar sin ninguneo, analizar sin miedo a la mofa, abrir mi corazón sin acusaciones de sensiblería, y buscar soluciones con la tranquilidad de que estaré con un aliado y no con un aportillador intentando competir cuando lo que se debe hacer es aportar.

La vida me parece más vital y en momentos de oscuridad completa, he tenido el dulce encuentro con el carisma de un clásico impecable, que no tiene necesidad de engaños ni artilugio, que no está como la chiquillada en busca de fama y pendiente del aplausómetro para otorgar una opinión. Ésta, clara y transparente, tan singularmente segura de sí misma, no teme flexibilizarse recogiendo inflexiones para enriquecerse aún más. Sabe que no puede transformarse en una sentencia, que en contadas condiciones podrá ser intemporal, pues de esa forma respondería a verdades prescritas por los cancerberos de las estructuras que sostienen las “universales” farsas.

Así es cómo uno da cuenta del espíritu cuando ha nacido libre y sano del prejuicio, cuando ha tenido que aprender, sin escatimar en esfuerzos, sobre la vergüenza de las múltiples heridas culturales en las que debemos caer, y seguiremos cayendo, para renacer recargados, en el instinto propio del Fénix.

Un espíritu que sí crece y se multiplica, pero no envejece ni se fosiliza, cubre las canas con destellos luminosos de luna nueva, y lubrica cada rótula, articulación y juntura, para que el cuerpo aún cansado, pueda construir cada mañana el presente, con sus cuantas sorpresas con signos de futuro.