lunes, 4 de julio de 2011

A quebrar la muralla




Molina le cuenta a Valentín sobre una película en la cual los negros son convertidos en zombies para ser esclavizados en la United Fruit Company. Como cuerpo productivo y para el mercado, sin dar costos de manutención ni derechos, los patrones conciben una raza para que el mercado bananero funcione con perfección.

Al igual que los soldados de George Romero y obviamente, la analogía anticapitalista en la revancha de ahitianos antropófagos saqueadores de un progreso emparentado con la muerte y la resurrección pachucha en la repetida faena manufacturera, nuestro Jesucristo hipermoderno, hiperdeseante de la sociedad del espectáculo, nos habla de una noche de terror y maldad que asecha en la calle y no es ajena a ningún mortal sobre la tierra.

De thriller es nuestra realidad nacional, hermana de las realidades sociales de otros sitios, pero en esta latitud la carne de cañón mas tierna ya ha reaccionado con certera puntería coreográfica, manifestando la precisión de bailarines sociales, soldados creativos de una marcha que se desestructura en el pop y conecta con la fibra crucial de los mitos de la carne ciudadana.

Más que vanagloriarse de un ano complaciente y la supuesta igualdad de empatizar con “iguales” en una suma griega que opera en la formula hombre más hombre: hombría, los más jóvenes de la patria se bambolean en su prematura descomposición frente al poder, para aterrorizarlo con la cara infrahumana impresa por las estructuras de explotación y usufructúo. Un espejo que refleja un alma putrefacta con el mausoleo republicano como obligado telón de fondo.

Ahí están no por el pase, o por un crédito “solidario” mas solidario, o por una jornada que no los convierta en oficinistas de una empresa como la callampa, en donde se pasa frío, se come los lunes y los viernes legumbres y el resto de la semana porotos y lentejas, o para que la vieja de ingles que no cacha una se jubile, o para que el profe de educación física no se culee a la tetoncita de séptimo C en la sala de las colchonetas.

Están por todos y cada uno de los que fuimos niños y jóvenes no estamos ni ahí con escarbar en el posible recuerdo, en el trauma de eso que bien perdido se encuentra. Porque el papa alcohólico y la pobreza, las cachetadas por las malas notas y las humillaciones de los adultos, fueron dejados atrás una vez llegada la edad de tener una parcela y trabajar en una empresa del Estado. Y ellos están ahí por nosotros, por ese niño abusado por la patria lógica y adulta, funcional y aparentemente vigorosa.

Para develar la violencia y la creatividad, la coordinación perfecta en donde se integra la humanidad completa en un descontrol de cuadros, orgánicos como un mándala, en donde todo calza, mejor que las teorías de acabo de mundo, en un puzzle con un nuevo lenguaje, con una comunicación que demuda en el silencio admirativo de algo que es grande e insurrecto.

Y porque si las grandes alamedas se abrieron solo a la polución y el rebosamiento de maquinaria para el trasporte de mano de obra barata: zombies con mañas repugnantes, audiencias descerebradas, almas tullidas en el envenenamiento diario de la jornada y la hipocresía; se abrieron las aulas, se abrieron para escapar de sus murallones maldecidos por la usura, por la falta de respeto, por el autoritarismo, y la avaricia de quien siente envidia en un cuerpo demacrado por la sedición a la mocedad.

Se abrieron las aulas, y aparecieron miles de rostros bellos, de cuerpos impecables, de cariño por el mundo, para colmarlo de justicia y libertad.