jueves, 18 de marzo de 2010

fragmentos de la inmunda maraña



Enfrentarme a la página sin la racionalidad concluyente de una columna o la pasión incontinente de un poema me daba arcadas y aumentaba el impacto del obrero picapiedras que afuera combatía con el asfalto.
Un sin sentido que arañaba mis caderas, yendo y viniendo, menstrual, decidiendo a medias como un adulto que en la medianía se siente a salvo de la adolescencia y de la muerte. No me convencía de que mis palabras pudieran estar preñadas. Pero así era. Y lo estaban de recuerdos monstruosos y falsos, que poca relación tenían con la mentira. Era evidente que a pesar de no ser reales, eran ciertos, exactos, pues yo sabía lo que ocurría, así fuese un oído sordo, una boca muerta, abierta y babeante en la prehistoria del destiempo. Eran bastante claros. Y aparecían en sueños. Revelaciones dañinas que bailan en el equinoccio, que avanzan y cambian de temperatura, vertiendo líquidos en diversos estados.

El cuerpo de un bebe obstruido y estítico, que no se encuentra dispuesto a alimentarse para no tener que someterse a la vergüenza de cagarse sobre sí mismo. Su cuerpo es una mierda completa, incapacitada para moverse y decidir sus acciones, no obstante su mente ya ha funcionado hace milenios y conoce los culos pasados y los culos nuevos y por venir, sabe cómo se vinculan con el mundo y que existe un arte en cada uno. Sólo por ese hecho preferiría no haber nacido y eso se evidencia en que no quiere que sus funciones esenciales sean puestas en acción. Le molesta por sobretodo que el arte de cagar sea tan absolutamente necesario y común, por lo cual ha perdido total interés en comer. Prefiere no hacerlo, prefiere no haber sido evocado por dos personas jadeantes, que paradojalmente por ausencia de un ojete humectado, lo han convocado a la gran cloaca.

Se imaginaba que en el futuro la mayor cantidad de publicidad sería realizada para evitar que mujeres suicidas decidieran dejar de cagar para siempre, y surgirían sachet con fibra, y yogurt con gusanos que aceleren los procesos intestinales, y aguas que contuvieran moléculas con movimientos peristálticos. Pero no era su tiempo y le tocaban las baquelitas de vaselina que gustoso su padre le colocaba y así era como su actividad sexual comenzaba a la tierna edad de tres meses. Así sangraba como geisha por el ano sin lograr cagar más que un par de bolones negros parecidos a los juguetes que usan las pornostar para sus acrobacias.

Podía saber eso. Podía saber también, mediante recuerdos indolentes y falsos que la madre se enteró en una micro, atiborrada de gente con olor a policlínico, de que estaba preñada. Y que de pie, al lado de una señora obesa que sentada sostenía una bolsa de feria en la que se asomaba un choclo chileno con un enorme gusano verde, con la piel corrugada y la textura de papel crepé, había dejado salir un eructo luego de una arcada intempestiva que la humilló delante de todos, pero más aún delante de los escolares que iban parados al frente de la puerta de salida. Estos se habían reído de ella y luego habían comenzado a imitarla, hasta culminar con un sonoro concurso de eructos.

Conoció los secretos jamás contados, sólo por aquellos recuerdos falsos que llegaban a su memoria con la luminosidad de una tormenta, con el peligro de un rayo, partiendo por la mitad y separando las habitaciones en su casita de muñecas. No había duda que la madre un día, acostada en su lecho, en el cual debió permanecer durante todo el embarazo, se volvió loca de ira y se habría lamentado de quedar preñada, de haberle hecho caso al médico, pero también se consoló pensando en las bondades de su enfermedad. Había comido, dormido, cagado y meado en la misma cama, y había sido atendida incesantemente por su madre, una vieja que pagaba sus días de torturadora, limpiándole el trasero, exprimiendo cítricos y rayando zanahorias. Quién diría que podría expiar sus culpas de esa maravillosa forma. Que a la hija que golpeo hasta el cansancio, a la que humilló diciéndole “perra impía” delante de sus compañeras, a quien arrastró del pelo por el suelo manchando de tierra su vestido de primera comunión, a la que llevó al suicidio, comenzara a ser olvidada poco a poco, atendiendo a ésta, su última hija y al bebe que esperaba.

Se extendían recuerdos erróneos y malditos porque eran ciertos, formando una capa tan ancha como larga, una masa en la cual se podían poner moldes de cualquier forma y tamaño y hacer galletas horneadas para luego regalarlas en navidad. Y el tiempo no tuvo sentido, y las drogas fueron la propuesta que jamás tiene sentido alguno, y los amores sin sentido y las pegas sin esperanza y sinsentido. La cabeza descorazonada como una manzana o como una aceituna rellena ahora con pimentón morrón rojo. Quizás lo único que tuviera sentido, eran aquellos recuerdos falsos, que decían la verdad. Aquella recreación de hechos inexactos que evidenciaban el inconsciente heterosexual de un travesti. El cuerpo evaporándose desde la tinta con la cual se escribieron las líneas de La Biblia.

Hasta que un día el niñito loco por creerse caballo, consiguió mimetizarse con Lain y perdió su tiempo, que siempre extraviado en el sinsentido se desgastaba en comunicaciones pletóricas, enviando mails a su maraca favorita, a quien no olvidaba, pues ella, mala y maraca, había atado con una lanita roja y un confort con su moco amargo y pútrido que acarreaba el sabor de una década de adicción, su lujuria insana y perezosa, que agitada, se volvía mecánicamente feroz.

Sus correos eran recriminaciones sin talento. Recriminaciones de un simiópata, de un obseso e inocente esquizo, con su cerebro dicotomizado por la carencia de sustancia K. Quizás intoxicado. Daba lo mismo, pero algo anterior o posterior no funcionaba en aquellas frases ordinarias. Buscaban el reconocimiento de una tendencia al placer. Buscaban que la maraca reconociera su estado de éxtasis autogestionado. La idea era castigar con la culpa a un Onán femenino del cual no caía ni se desperdiciaba ni una sola gota. Como un musulmán mapuchón, con la oscura pretensión de la omnipresencia y un ridículo seudónimo que fue siempre su única y simplemente patética identidad, Magnolia Babilla insistió en el acondicionamiento psíquico, quiso convencer del pecado mortal de la autorrealización de las mujeres, diseñando una categorización, una jerarquía, como los curas ociosos y gays, con mujercitas de bien con cara lánguida de superchería patógena bien escondida bajo los sobacos -naturalmente peludos- callejeras y desesperadas en la base, y en la cumbre mujeres con las orejas más grandes que un elefante de la india, a las cuales poder convencer de que el placer es una mofeta desgreñada.

La idea era dejarlas en los huesos, era poner su culo con las mejillas delgadas para poder penetrar de manera más fácil y poder escurrir de manera más mórbida. Pero con ésta no pudo lograr nada de eso. El recuerdo de la baquelita de papá y la punta del zapato de su mamá enterrada completamente en su ano, siempre le proporcionó un agudo pavor a las prácticas sodomitas. Esa patada en el corto pasillo que unía la hedionda pieza que compartía con su abuela, y el horrible living comedor, había sido la continuación violenta de la escalada sexual. La mutilación era cosa de semanas. Su mente elaboró imágenes consistentes en pezones destruidos por una boca voraz, y una vez que la oportunidad se presentó para hacerla real, nada más la tomó.

El bebé engordo un kilo antes de salir del hospital bajo el cuidado de la puérpera de senos rellenos de sustancia nutritiva y dulzona. Sus pezones envueltos en una brillosa capa de crema de matico, cicatrizaban a duras penas. Abiertos, parecían una mora madura. Las demás madres habían pedido biberones para no dejarse moler. Y recordó que cuando era un bebé había negado un pecho gigantesco y monstruoso con un chupete demasiado grande para su boca pequeña. Que la diarrea producida por el líquido insípido que salía de esa teta, le produjo tal escozor y asco que jamás volvió a necesitarla. Valía con el dedo. Una nueva humillación para la joven madre, que como todas tendría que acostumbrarse con ser solo una herramienta para la vida, una herramienta negada desde el comienzo. Fue ahí entonces que decidió darle relleno, y cuando descubrió que éste provocaba un intenso dolor abdominal en la criatura, procuró que la abuela y el marido, se hicieran cargo de embutirle el biberón. Ella estaba cansada, se sentía muy joven y desgraciada para hacerse cargo.

La crueldad debía de ser traspasada con rapidez, y más que pena por el llanto, sintió odio. Un odio incontenible que la liberaba de cierta manera. Cuando supo que además de cólicos, eran un par de hernias que le estrangulaban los ovarios, pensó en el castigo merecido por ser hembra, que siempre soñó con entregarle un primogénito a su esposo y no ésta chancleta enfermiza y ratonil. Eso de darles las gracias a los doctores, sólo fue un arranque histérico, una puesta en escena, una prueba de que su histrionismo daba para un protagónico en horario estelar. Ni una venezolana se la ganaba en ese momento. Además, censuró parte de la frase: “gracias doctores por sacarme este engendro, no habría aguantado ni un solo día más con este bulto adentro”. Yo no le di las gracias a nadie. El niño por algo no quería salir. Pero ya eran 42 semanas y parecía que un tigre malayo me arañaba los costados, que una mano empuñada me saldría por el ombligo. A veces pensaba que era un niño de dos cabezas por la presión que hacía en los dos orificios. Que saldría una cabeza por cada agujero y que finalmente terminaría abierta como una tienda en días de fiesta.

Había suficiente dolor. No el dolor amariconado de un viaje inducido que conocía el niño caballo. A pesar de que la aguja medía por lo menos 15 centímetros y había penetrado en la médula de mi columna vertebral, a pesar que los matasanos pinochetistas habían colocado mal la inyección y brotaba un chorro pequeño y largo de sangre de un agujero entre mis vértebras, no era lo que me provocaba el dolor. Eran las contracciones que apretaban mi cuerpo como una anaconda furibunda y envidiosa de mi preñez que confundió con una pesa que me tenía ahíta. Era la pretensión de estallido, la contención de mi cuerpo, el niño que se negaba a salir, a ser expulsado.

No me gustaba nada. ¿Y eso era tan difícil de entender? Supongo que no tanto para alguien que pasa sus días echado sobre una cama inmunda. Haciéndose el que lee, el que piensa, cuando solamente recuerda cosas inexistentes en una memoria agujereada y permeada por los virus malévolos del psicosida.

Había varios en mí. Como si me tratara de una mujer con varios úteros y en cada uno una comunidad de óctuples. Así y todo no tenía mayor interés en compartir pensamientos. En un magma horizontal, total y único, no era más que una idea olvidada e irrecordable, incluso en la constipación del error. Figuraba en el silencio, elevada dos metros como le sucede a los estigmatizados, pero yo solo sangraba por los agujeros oficializados por la anatomía mamífera. Los cabezazos que me daba hacían que el dolor fuera aplacado en parte, en gran parte, sobretodo cuando quedaba tumbada boca arriba inconsciente. Era una forma artesanal de aplicarme un electroshock. Me sentía valiente. A veces sentía que sería capaz de tomar vuelo y estrellar la cabeza con mayor fuerza partiéndomela en dos, o en tres. Así me quedaría callada de una vez. Y sobretodo, se quedarían callados ustedes.