sábado, 16 de enero de 2010

LA PITONIZA


Sé que tengo poderes supersónicos y extrasensoriales, aunque a veces me equivoco. Pero en esta oportunidad fui un lince. Cuando vi la noticia de los hermanos Rojo, supe que su madre los había matado con una seguridad inapelable. Aquí está la columna que escribí en ese entonces.

Mama don't preach


La trasferencia es inevitable, dije bien fuerte en una clase. Ya lo decía Freud: "todo es trasferencia". Si el marido le pega a la esposa, la esposa le darán ganas de sacarle la cresta al hijo engendrado por su esperma. Por eso hay madres que han tenido hijos de sus amantes y así son más exitosas en su rol histórico. Paulina se escandalizó, habló fuerte con su mal aliento, quizás demasiado, rayando en la histeria, para contradecir mi capcioso comentario. Se decidió a interrumpirme con una intempestiva frase: "a mi siempre me han sacado las recrestas, y con mayor razón me he sacado las recresta por mis críos". Lo dijo con orgullo y logró conmover a todas las mujeres presentes que apoyaron su testimonio. No quise continuar argumentando a cerca de la trasferencia positiva o el deslindamiento emancipador de las experiencias traumáticas, donde uno puede alcanzar el libre albedrío y comenzar a practicar el "amor", que es la verdadera libertad.

La mujeres han tenido que cargar con "la fábrica" humana, eso que hace que inevitablemente sientan un imperativo reproductivo, porque "¿o si no para qué son mujeres?" mencionó equilibrándose en su borrachera el niño macho, soltando una carcajada de aquellas.

Mujeres que no aman a sus hijos abundan, mujeres que tienen que solapar su instinto asesino para diferenciarse de las gatas parricidas, no obstante, algunas sucumben.

La vecina de enfrente acuchilló a su hijo con frialdad y certera puntería. Mi madre dijo que quizás el cabro se lo merecía, cosa que me hizo precaverme con mayor sigilo cada vez que se diera una de esas peleas donde yo como hija debía contrarrestar los ataques, nada más que esquivándolos. Corrí mejor suerte que mi tía con mi abuela, que logró clavarle a distancia un tenedor en pleno estómago.

Para qué ponerme a relatar las histerias que se desencadenan cuando la frustración a causa de un marido indolente carcome el corazón, y hoy por hoy, para la mujer "emancipada", las doble jornadas, la explotación laboral, el acoso sexual o las desavenencias con alguno de sus amantes, que logran desajustar los tornillos y manijas. Los niños, esas esponjitas que suelen convertirse en el resumidero de la realidad alienante, abusadora y profundamente indolente, reciben el absurdo merecimiento por idioteces como no hacer una tarea, de todas formas inútil, y de seguro antipedagógica, no colgar su uniforme, gastarse la plata del vuelto, esconder la tapa de la tetera, o rellenar el envase vació de gotas para el glaucoma, con agua.

Los hermanitos rojo fueron mártires en esta asquerosa historia de madres que jamás les convenció la idea de darle correcto uso al útero. La falta de honestidad consigo mismas, el cumplimiento de los cannones sociales, y la idea que para ser mujer respetable se debe construir una familia, a muchas las lleva a desempeñar el rol con saña y despótica impronta, o son completamente indiferentes a los miedos y fantasías de sus retoños.

Esos niños fueron asesinados a martillazos por una madre enloquecida por problemas que ella consideró argumentos suficientes para perseguir a los niños por la casa, matando a uno primero en el living a vista de los ojitos del menor, que corrío aturdido por el terror al segundo piso, donde, su esfínter mutilado por el asombro, expulsó los últimos resabios de humanidad y vida, justo antes de que "mamá" pusiera todo el empeño del mundo en partirle la cabeza y destrozar lo que ella supuso, su creación.
Una Medea chilensis, con la brutalidad de una villana y sin la delicada mística y cuidado en las artes homicidas de la mencionada sacerdotisa.

Madre hay una sola. Bien lo sabía Truffaut que dedicó gran parte de su filmografía a relatar la relación con esa mujer empoderada, ama y señora del espacio íntimo, que una vez conquistado el espacio público, se dedicó a pregonar por calles y avenidas su indiferencia con el rol impuesto por las culturas dominantes.

La maternidad no puede seguir siendo una estrategia para validarse como mujer. Es una posibilidad que se da en todas las especies, sin que esto resulte ser un elemento categorizador que de status a uno de los sexos.

Con respecto a la relación de madres e hijas, situación complejizada por la envidia y la competencia de la cual nos habla Khalil Gibran en su cuento Las Sonámbulas, que agregaré al final, es importante entender que el respeto de la individualidad es clave para dejar crecer sanamente a las jóvenes, sin presionarlas a replicar vidas carentes de sentido y destinadas al fracaso.


LAS SONÁMBULAS

En mi ciudad natal vivían una mujer y sus hija, que caminaban dormidas.

Una noche, mientras el silencio envolvía al mundo, la mujer y su hija caminaron dormidas hasta que se reunieron en el jardín envuelto en un velo de niebla.

Y la madre habló primero, y dijo: “¡Al fin! ¡Al fin puedo decírtelo, mi enemiga! ¡A ti, que destrozaste mi juventud, y que has vivido edificando tu vida en las ruinas de la mía! ¡Tengo deseos de matarte!"

Luego, la hija habló, en estos términos: “¡Oh mujer odiosa, egoísta y vieja! ¡Te interpones entre mi libertada y yo! ¡Quisieras que mi vida fuera un resultado de tu propia vida marchita! ¡Desearías que estuvieras muerta!"

En aquel instante cantó el gallo, y ambas mujeres despertaron. La madre dijo amablemente “¿Eres tú, tesoro?” Y la hija respondió con la misma amabilidad: “Sí; soy yo, querida madre”.