lunes, 12 de julio de 2010

Placeres Culpables




Yo la quería porque ella había tratado de conseguirme pega sin siquiera conocerme y para eso hasta armó una reunión con sus jefes. Si bien no resultó a las finales porque como siempre quisieron que les trabajara gratis, nos sirvió para conocernos. Me agarró de mi horripilante pelo y me llevó a una peluquería en Tobalaba, así que a mi retorno no se veían, al menos, mis restos fracasados. Solo la “red social” siguió uniéndonos, como a casi toda la gente del planeta Tierra, y pude haber pensado que como fácil vino, fácil se fue, pero un día mi telefono selectivo, pues se hace el muerto en ocasiones realmente importantes manteniéndome en el oscuro porcentaje de cesantía, me conectó con mi amiga santiaguina. Ella estaba en la región y no podía abandonarla. Fue así como empezó una noche inolvidable. La oriunda de la sexta capital más cara de América latina me invitada all inclusive y yo con mis hábitos de recién casada, esa que se porta bien, cocina y lava los platos sin salir jamás de casa sin su marido, no pudo inventar ninguna excusa. Es verdad que hacía frío y mi modorra me penaba, más si tenía que trasladarme a Viña, pero era tiempo de divertirme con una amiga, reírme con sus relatos y contar las memorables aventuras de mi extensa despedida de soltera. Partimos en el Bar Vienés, ese de las grandes porciones. Luego de dar rienda suelta a nuestras lenguas que como serpentinas se trasladaron por los recovecos filológicos y las filas caligráficas de la memoria, cómplice me tomó de la mano para aventurarme al juicio que me haría la suerte en la Corte Suprema del juego: El Casino. La verdad es que mi gorro con orejitas comprado en Parinacota no encajaban en el glamoroso ritual de dilapidación, pero no hubo mayores problemas. Comenzamos con las tragamonedas con quienes tengo un misteriosos lazo, sobretodo con esa maquinita comandada por un diablito y en la que el neón fulgura DEVIL. Un capital no despreciable para ir por más. Fue ahí cuando mi amiga me llevó a las mesas de juego, esos lugares que solo había visto en Cara Cortada. Nos sentamos en un Black Jack 21 y la apuesta mínima era de siete mil pesos. No podía creer cómo la muchacha ganaba con eficiencia robótica. O la suerte estaba del lado equivocado, o había alguna trampa en esto de ser croupier. Lo mismo ocurrió en la rueda de la fortuna y con los dados. Y ella, la capitalina al mando de esta noche, quería ir al hotel y sacar más dinero para seguir probando lo improbable. Me negué terminantemente. Después de todo soy quien soy. Llena de dogmas que no asumo y doctrinas inversas a las que escondo en un liberalismo culposo. “Mejor nos compramos algo para comer” le dije a mi amiga. Y ella dócil y amable accedió. Me preguntó si había probado la deliciosa Mcnífica, o el “cuarto de libra”. Y la verdad era que no, que nunca, que mi cuerpo había digerido chunchules y prietas, perniles y chuletas de cordero, pero jamás de los jamases una “cangreburger”, menos en la Meca de la disolución de los ideales tercermundistas. Siempre me había jactado de que en Valparaíso no existe ninguno de estos locales. Que las protestas del 2002 terminaron con uno que estaba en Pedro Montt llegando a la Plaza de la Victoria, y que las chorrillanas ganaron el duelo, pues no volvieron a intentarlo. Pero ahí estaba, en la fila, a punto de pedir en la caja de un Mc Donalds mi primera Mcnífica. Fue cuando llegué a la primera línea cuando comprendí los sincretismos posibles e imposibles. Mientras un enorme cuadro en donde una beatífica latina de impecable uniforme te llamaba a cambiar tu vida por medio del trabajo duro, honesto y dignificante en una de estas cadenas de comida rápida, adentro los cabros en medio de un jolgorio y con la música de Marc Anthony preparaban este misterioso mana postmoderno. Nos sentamos afuera. La noche era fría pero no lo suficiente para empañarnos con los vapores manados de la enorme sartén. Nuestros vecinos eran un puñado de muchachos viñamarinos, quienes nos pidieron un cigarrillo. La capitalina inmediatamente les tendió uno de los que le trajeron de Alemania, y ellos pendientes, comenzaron sus cánticos germánicos con desatada virilidad y orgullo. Fue al término de éstos cuando al más moreno de la camada comenzaron a presentárnoslo como “el alemán”. Curado y enojado el indio se apresuró en salir, y tras puñetes y chuchadas la manada salió sin rumbo fijo. Aparecieron un par de niñas rubias llamando por celulares fucsias y yo con el sabor del mundo le dije a mi amiga que ya era hora de partir hacia los cerros. Ella con su enorme buena onda, con la generosidad de mostrarme lo que sola no me atrevía a ver, ni a disfrutar, llamó un taxi para que me dejara en la puerta de mi casa. No importaba el monto A mi arribo, la casa estaba silenciosa, oscura y vacía. Mi pierno no estaba. El placer culpable se apoderó del living, el baño, la cocina, y las demás piezas. Él llegó unas horas más tarde y se paró en el umbral de mi puerta. Me dijo: “ahora yo soy el malo”. Y de verdad, yo lo dudé un poco.