viernes, 16 de abril de 2010

Cinestesia

Aparece en Revista Punto Final

Cuando leí la entrevista inédita de Bolaño, me sentí más acompañada. No es que me crea una escritora prolifera y extraordinaria, y menos aún, un enigma seguido por una multitud de escritorcitos menores que me prenden velitas y se reúnen como viejujas “tupperware ” a comentar alguno de mis hitos noveles, precisamente porque no los tengo. Digo que me sentí acompañada, porque al revés de lo que uno podría esperarse de un literatostart, Bolaño tenía que someterse a los deberes paternales, cambiando las noches de juerga y desenfreno por videotapes arrendados en algún club de barrio. Es así como me he instalado frente al televisor y me he dado, poco a poco, una cierta ínfula de cinéfila que me ha hecho zanjar en ciertos asuntos.

Los parecidos entre películas y películas son evidentes, y es por que la tragedia humana no deja de suceder y siempre es más o menos la misma. Por más enrevesada que sea la trama y con todos los efectos especiales que posea, el argumento final radica la mayoría de las veces, por no decir todas las veces, en los residuos elementales. Los instintos nos llevan a derivar en tal o cual lógica que avale cierto tipo de acción. Lo importante en el caso del arte, es cómo narrar la historia repetida. Es gravitante entonces, qué énfasis ponga el actor, cual es la evocación que conecta los paisajes con los personajes y su poder de persuasión con el espectador.

Hay actores como Richard Burton o Charlton Heston, que no han tenido que desembarcarse de su personalidad para interpretar diversos roles. Nada más son ellos mismos, con sus patologías que los hacen atractivos para el ojo hambriento, el voyerista enmascarado, el impotente existencial que se solapa tras una carátula. Al parecer el mejor actor no es el que actúa, sino el que vive y renueva sus votos a cada frase memorizada con sello y distinción. Es algo difícil de encontrar en nuestro tiempo. Pasa con “rostros” que causan una suerte de obsesión, como el que provoca Penélope Cruz en Almodóvar y sus fanáticos, o el exquisito Johnny Depp en Tim Burton y todas sus devotas, entre las cuales me incluyo, pues no cualquiera resiste Los Piratas del Caribe III, sin tener algo de fervor por su protagonista.

Hay un espíritu en cada película, una singularidad que se logra escarbando en la intimidad de las circunstancias y personajes, y que a su vez, devela el dilema que se sitúa sentado tras la pantalla. Mucho se ha hablado de la “transmutación” y es lo que le pasa primero al director con el guión y luego al actor con su personaje, para desembocar en la empatía con quien consume el material ya terminado.

Me imagino a Bolaño recorriendo con su ojo tullido y su fragilidad ambulante los escaparates plagados de films. A cuanto tragadero debió someterse, como cuando erré y me matriculé con La batalla en el cielo, una pretenciosa e ininteligible película mexicana, situación que sufre cualquier mortal que aplaca su aburrimiento, casi todas las noches, con un sucedáneo de vivismo. Pienso en esos paseos del escritor por los pasillos, buscando, escudriñando en las rimbombantes referencias, iguales a las de botellas de vino, o los prólogos de los libros, o dejándose seducir por alguna imagen: por el ángel de alas metálicas de Brazil, o la mano reptil de Videodromo, en su sorpresa cuando encuentra una buena película que no sea de un gran director o un clásico sacado de las novelas de Tennessee Williams; y me doy cuenta que el solo hecho de imaginarlo, es como estar viéndolo en una película dirigida y producida por mí. Como en Paprika, donde se inventa un dispositivo que graba los sueños, capaces de permear la realidad y generar tal tumulto revolucionario, que los planos cruzados se hacen dueños y señores del tajante y adoctrinador presente.

El luchador y La nana, son relatos de un especial fulgor en la maraña de ocurrencias supuestamente “originales”, e iluminan las noches apagadas y silenciosas, replicantes de un suelo movedizo. Narraciones que parecen hiperreales, simples y cotidianas, en donde el sucesor de la acción se encuentra en un rincón de la sala, sobornado por las imágenes, implicado en la secuencia, embadurnado de fotogramas, que rápida y sucesivamente, se convierten en la ortopedia perfecta de un seudotetrapléjico, que quiere recrear la impresión de movimiento. Me gustaría ver que diría Bolaño de estas dos historias, pero no se puede, aunque la ficción siempre le tuerza la mano incluso a la muerte.