martes, 8 de febrero de 2011
La camote
La simpatía es muy frecuentemente un prejuicio sentimental basado en la idea de que la cara es el espejo del alma. Por desgracia, la cara es casi siempre una careta.
Santiago Ramón y Cajal
El otro día leyendo Diario Estrategia - algún día pienso ser millonaria, y obviamente invitar a los que me soportan a un manso asao a lo Che Copete- vi en su sección Reflexiones la siguiente frase: “El carácter del hombre es su destino”. Mi mamita Ana me decía que era camote, que me esforzaba por hacerme odiar, en vez de hacerme querer. Y así no más ha sido.
Quizás por esa naturaleza camote, siempre me ha llamado la atención el poder de la simpatía. La sobrevaloración que se le da al “buen carácter”. Ese carisma que elevó a figuras como Michelle Bachelet, continuadora de la gran farsa demócrata (cristiana), por medio de la sonrisa fácil, una mascarada que esconde cosillas que no siempre resultan ser tan simpáticas.
Cuando pienso en su Santidad el Papa Juan Pablo Segundo, me sucede lo mismo. La gente valoraba su simparía, su ternura, mal que mal era “el mensajero de la vida, peregrino de la paz”. Sin embargo, mientras ponía esa cara compasiva, llena de amor para el mundo, prohibía la teoría de la liberación, destituyendo a cuanto seguidor de Pedro la abrazara, mientras hacía vista gorda de la sodomía y pederastia de otros tantos de sus discípulos.
El gordo Melnick, la Tonka, la Claudia Conserva, Winnie de Pooh, incluso Fujimori y Pinochet, han sido considerados simpáticos por la gente. Por eso mismo, la “buena onda” siempre me ha resultado deshonesta.
“Pero es tan simpático, tan amorosito”, apreciación tan común entre padres y apoderados, profesores, tío y tías, etc. Termina siendo más importante que otras cualidades como la probidad, la perseverancia, la creatividad.
Ser “simpático” asegura la barra, el aplauso, la permanencia en un puesto, incluso te otorga inmunidad. Sin embargo no es garantía de nada. Incluso es una manipulación mediocre que echa mano a las emociones para influenciar y tener libertad para hacer lo que les da en gana.
Harto injusto resulta confundir a tontos con pesados. No tiene nada que ver, aunque a veces se den juntos. Aunque la mayoría de los tontos se vean imposibilitados de tener algún peso, producto de su cabecita hueca. Así es que la canción de Los Tres, por muy pegajosa que resulte, simplemente #noaplica.
He tenido varios pololitos simpáticos, pero he optado por quedarme con el más pesado. Porque puede uno ser simpático pero ladrón, simpático pero mentiroso, simpático pero flojo, simpático pero machista, o todas las anteriores juntas, agregándole otros tantos detallitos, y perdonárselos todos cuando lanza una sonrisa, habla despacito, tira una buena talla, se saca un pito o una chela. No me vengan con inteligencia emocional, porque eso se llama pillería.
Toda la vida he tenido problemas por ser pesada, por decir lo que me parece, y pensar sin escatimar en costos tales como la antipatía de los demás… Y ahí resulta que los pesados son los otros. Es cosa de mirar los posteos que me llegan a la página de El Ciudadano.
Pero lectores, un peo puede ser simpático, una caída por las escaleras, un perro persiguiéndose la cola, una guagua con una burbuja de moco en la nariz… O sea, no es algo muy difícil de lograr.
Como decía El Conde de Lautreamont “He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios…” Quizás solo así algunos podemos parecer simpáticos.