martes, 17 de enero de 2012

El Rebelde


La rebeldía es un concepto que se ha popularizado a la par con el mercado. En el siglo XX, como en el siguiente, el mercado y su protegido, el rebelde, han causado la ilusión de movilidad temporal.

El fenómeno Kel, un amago de Britney a la chilena, que en su hit canta “me creo punki”, o RBD, que canta “si soy rebelde” -y últimamente las pueriles tragedias de los teens del canal católico en el culebrón "Corazón rebelde" protagonizada por el sex simbol indiscutido para estupradores, Feña o Denise Rosenthal-, nos demuestra que el rebelde es utilizado como símbolo de apertura y progreso, que es el vientecito en la cara en un viaje realizado en círculos. Ser “rebelde" entonces es inflarse de artificio, como la pornostar que no será penetrada genitalmente gracias a sus enormes "bubis" que la convertirán en fetiche para cuadros plásticos, tales como el bukake industrial o la paja cubana, todo quizás para evitar todo tipo de preñez -y por lo tanto de producto-.

A comienzos del siglo 21 se requiere protagonizar un show funerario. Representar la catarsis de las 12 de la noche del 31 de diciembre, cuando simbólicamente las cosas cambian pero siguen siendo iguales. La estructura sigue operando en la carencia, en la inmadurez, en la victimización de un ser humano igual a todos los demás, que no se distingue del otro y que debe solaparse en fórmulas sentenciadas por el Estado y la propiedad privada.

Las relaciones de poder que existen entre uno y otro, el Estado y lo privado, son proporcionales y cooperativas. Los grandes organismos internacionales han hecho tabla rasa, las leyes económicas son globales, mientras que el mercado genera nichos de consumo que dan la ilusión de estar frente a diversidad (que en realidad es dispersidad), que lleva al "juventón" más modernista a la más senil de las confusiones. Es aquí donde el concepto de rebeldía consigue ser una pieza clave. Ya lo cantaba hace varios años Jorge González: “Me pagan por rebelde, voy contra la corriente”.

Se dice que los que intentan romper con todo, llegando al extremo de hacerse protestas en sí mismos: morir de hambre antes que nutrirse de sustancias tóxicas, inventar todo para tener su propia fe, cambiar su cuerpo autodeterminando su sexualidad, pedaleando distancias extenuantes para no tener que utilizar transportes que contaminan el medio ambiente-, sufren de rasgos narcisistas, pues no reconocen la “autoridad” y peor aún, tienen el hábito de la arrogancia. Yo refutaría esa apreciación. Creo que los jaliscos que se empecinan en reinar a costa de falsos arrojos encarnando la figura del rebelde -cual Lagos que con un dedo fálico-totémico amenazó al tirano de la época pero que a pesar de esa fiereza, cuando obtiene el poder no es más que un gatito ronroneando en las faldas de la estructura-, son los que en realidad poseen ese tipo de patología utilitaria para articular la capciosa farsa social.

Somos su capital humano, el res-pública o ganado ciudadano, que cándidamente cree en identidades individuales, en la “dialéctica de los matices”, en heterogeneidades, claro que todo esto cercado por el mercado. Existen recetas para que cada uno se convierta y adquiera su rol en la sociedad y gracias al consumo de ciertos elementos vendidos por la hegemonía, podamos convertirnos hasta en rebeldes, que le den al Estado y al mercado su ligazón elemental.

Para desmarcarnos de este juego, en donde tiene todas sus fichas el rebelde, se debe crear uno propio, alejado de la triste dialéctica pokemón-pelolais. Necesariamente debemos ser infieles a la herencias, aplicando una transferencia negativa, o más claramente sintiendo odio frente a la idea de estabilidad, instalando lo último como lo primero, trocando piezas, realizando nuevas asociaciones y desacreditando el discurso del otro hegemónico y su supuesto saber, para crear y no solamente hacer terapia de rebeldes para conseguir fama y fortuna.

Uno debe bancarse a sí mismo, ser huacho. Dejar a un lado la victimización, ser un apátrida dejando a un lado esa mortaja llamada nostalgia y desde ahí descubrir el mundo, sin ser un continuador de fallas y omisiones; abandonar los legalismos que intentan solidificarse sobre nuestras espaldas para convertirnos nada más que en sedimento histórico. Esto que a mí me parece repulsivo, me hace evitar la búsqueda de procedencia y de trascendencia; si es que se acepta que la vida es un accidente, una explosión que poco a poco se vuelve sombría, convendremos que la creación, ante todo, es inmanente a la naturaleza. Por lo mismo, creer en lo que la palabra ha hecho ley, en la acumulación de supuestos saberes, en las concepciones oficiales de “verdad”, profitando de las fórmulas que nos sentencian a un modo de vida, sin siquiera interpretarlas, es creer en que uno nació siendo un cadáver.

Para “poder” vivir-se, que es inventar-se, hay que morder el propio cuerpo, aspirando al delirio de autocanibalismo. Y si somos vegetarianos, digamos, el intento de fotosíntesis. Alimentarnos de nosotros mismos, con experiencias y el saber desde el desconocimiento, aumenta la posibilidad de dar de baja ese obsoleto discurso proteccionista y mercantil. Podremos tener líos morales, ser catalogados de locos o autistas funcionales, quizás de anarquistas -y de todas maneras sentir apremios económicos-, pero le habremos dicho que sí a la vida. Dentro de las paredes del palacio que contienen el orden burgués, las instituciones religiosas, de salud, de educación, y las de consumo, que trocaron la plaza pública por el mall, actuamos como prisioneros, con pactos de sangre, mafias, bulling y en definitiva, competencia salvaje, esa que nos hace sentir más y mejores proporcionalmente a la leña que se saque del árbol caído. Excomulgándonos de esa construcción cultural, habremos salido de ese edificio ruinoso que se sostiene gracias a los rebeldes que siempre están dispuestos a refaccionarlo estéticamente, de ataviarlo con bisutería a la moda y, finalmente, fortalecerlo con renovaciones para que nada cambie.

No seamos rebeldes, seamos revolucionarios, pero en una potente revuelta interior. La caridad comienza por casa, como se dice. Antes de la construcción colectiva está la construcción individual. Este es el trabajo que nos hemos saltado y es lamentable verificar en el “comunitarismo”, el “asambleismo” y la romántica política de base que los pinochitos abundan. No hay que temer más de lo suficiente. Nietzsche dijo que éramos islas en un mar sin orillas, pero yo continúo creyendo en que los campos morfológicos existen, que la comunicación telepática y la sincronía finalmente se hacen presentes cuando, individualmente, entendemos que somos parte de un mismo género, sin épocas ni vanguardias.