miércoles, 11 de febrero de 2009

Con dinero y sin dinero



La formula Aristotélica: arkos y arkomenos (el que manda y el que es mandado), se reproduce a lo largo de los siglos bajo dos parámetros que se entremezclan: Determinismo sexual, y solvencia económica. Vale decir que nos encontramos anclados a una base de obsesiones sociales que repercuten en distintos ámbitos de la vida pública y privada. Se ha confeccionado un yelmo que recubre las cabezas humanas, y que hace “agachar el moño” a fuerza de una suerte de condena: El sometimiento a razón de clase y género, como artificio necesario para armar el puzzle social.

El posmodernismo y la era global lejos de haber diversificado la experiencia humana, la ha homogenizado con dogmas fariseos y repulsivas leyes económicas, que a su vez potencian nichos de consumo, que nos dispersan y confunden, convirtiéndonos en trabajólicos acomodados en el crédito y la usura, que nos lleva a actuar como tribus anarkoestúpidas, plagadas de fetiches siempre en compra-venta. Estas divisiones solapan la igualdad que tenemos ante la muerte, lugar donde finalmente el género humano consigue la ansiada democracia.

Buena parte del enturbiamiento de las relaciones entre hombres y mujeres tiene que ver con las diferencias de clases. El sarcástico escritor anarquista, Roberto Arlt, lo dice no sin gracia: “Para el señor Bourget, el hecho de que la señora X engañe a su marido con el vizconde X, es disculpable; y no solo disculpable, sino también artístico, porque el engaño se lleva a cabo en una sala donde hay cuadros que valen arriba de un millón de francos”. Distinto el destino que corren las adulteras de clase media, que son sancionadas con rigor musulmán por su familia y vecinos y para las más desafortunadas el “femicidio” es el resultado de su liberación.

Es el mercado el que nos induce a la fantasía de sentirnos “especiales”. Aún más a las mujeres que ven en la posesión material una posibilidad para validarse y tener la ilusión de cierta horizontalidad con respecto al varón. Lo que hay que tener claro es que el mocetón “enchapado a la antigua” murió con las primeras leyes de paridad en el primer mundo y que el proveedor se quedó en un pasado pretérito, sobreviviendo solamente su postura de macho cabrío.

En este punto es donde existe una trampa muy bien utilizada por la estructura patriarcal y por ciertos machos pillos. Conocido es el caso del bello Marcelo, chapucero de antología, brillantemente perfilado por Werne Nuñez en sus Crónicas de un subnormal para gente inteligente. El tipo engañaba a jovencitas cuicas de diversas universidades, de mar a cordillera y de norte a sur, con el afán de buscar subvención a sus viriles caprichitos.

Siempre ha existido este adorable usufructuador. Las tías ricas para Henry Miller fueron más atractivas que las parroquianas de la Rue Montparnasse. Porque uno es lo que tiene en el bolsillo. Y ni pensar si uno lleva nada más que bolitas y tachuelas oxidadas.

Cuesta ofrecer el “amor de pobre”, el de piruja, porque las tías ricas, es cierto, son tratadas de otra forma. Son cenicientas con un par de Manolo Blahnik y como dijo Flaubert: “Uno no se acerca a una mujer acorazada en trescientos mil francos con el mismo desparpajo que para dirigirse a una modistilla”.

Lejos de creer que el avance del tiempo y su collage variopinto ha chasconeado los parámetros helénicos, el asalto al poder realizado por la mujer, que alcanza el paroxismo con Sex and the City y en nuestro país con la primera magistratura de uno de estos ejemplares (que muchos creemos, su liderazgo no alcanzó ni para primera dama), nos convirtió a decir de Norman Mailer “en ese tipo de hombre que a mí me entristecía cuando era joven, ese que tenía que trabajar de nueve a cinco de manera aburrida y nunca era dueño de su destino", para levantar la dulce empresa amorosa, chicoteando los caracoles aspirando a ser mecenas de un joven y robusto poeta, que como Balzac, quizás escriba un libro o se apiade finalmente y cambie sus calzoncillos cada dos días, o para demostrar algo, esto, aquello, con un cándido afán reivindicativo para dejar de ser ciudadana de segunda clase. Lo que es a mí, no me preocupa ser ni de tercera, porque como una reina, con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero, así sea que la pobreza entre por la puerta y el amor huya por la ventana. Tarde o temprano volverá con un par de cebollas.