lunes, 10 de enero de 2011

Vergüenza



El primer poema que me enseñó mi mamita Ana, la longeva abuela materna que aún resiste en la calurosa Talca, comenzaba diciendo “Qué horroroso lo que me pasa, se me ha caído mi pobre guagua”. Para interpretarlo, lo que hacía era cubrirme la cara con ambas manos. Mi sensación entonces era de vergüenza, de profunda miseria por haber descuidado tan preciado tesoro.

La transmutación sucedía en el mismo instante que mis manos subían lentamente hacia mi rostro dejando sólo mi boca al descubierto para mencionar las trágicas palabras. En la ceguera más absoluta, sin posibilidad más que de testimoniar “rota la pierna, rota la cara, un brazo chueco y la nariz chata”, comprendía la responsabilidad de tener poder sobre algo tan delicado.

Lo recuerdo ahora no para hablar del aborto terapéutico, o el aborto por decisión, ya que habiendo sido madre prematura y abortista posterior por razones muy bien fundadas en la experiencia de una sociedad castigadora y materialista, donde las madres y los niños son tratados como un problema, pienso que es una decisión sumamente personal en donde por mucho que me piquen los dedos no puedo dar mayores opiniones.

Lo único que puedo mencionar, es que no es un placer sentirse obligado a desechar una vida, y que es mucho más revolucionario, aceptar la creación de la naturaleza.
Sólo basta pensar que en México, donde la tasa de femicidios, violaciones e incesto es la más alta de L.A, el aborto es legal, ya que era una necesidad liquidar la fábrica de bastardos; la medida sanitaria no responde a la liberación de la mujer, sino que a todo lo contrario.

Pero vamos al grano. El poema recitado en cada evento familiar y kermese escolar, lo recuerdo ahora porque al ver conductas desafortunadas en los demás y en mi misma siento la misma vergüenza lejana a lo ajeno.

¿Cómo puede suceder que un funcionario del Fosis de Arica se le de como causal de despido ser negro? Uno puede pensar que estos tipos que arribaron al gobierno son más tontos que los anteriores porque no se cuidan en un cargo público de cometer este tipo de chambonadas. Pero resulta que no es por tontera, que el instructivo del Sernatur de Coquimbo o las frasecitas para el bronce de la titular de la Junji, responden a un modus operandis, a una cultura, a una forma de ser que sale por cada poro del cuerpo.

Uno siente vergüenza, ganas de taparse la cara para esconderse del resto. Desaparecer de las vista de los otros, y además, no tener que ver a nadie.
Vergüenza, repito, lejana a lo ajeno. Una vergüenza propia, de saber que lo hemos permitido, y que peor aún lo hemos hecho en más de alguien cercano a nosotros, o en nosotros mismos, cuando alguna vez se trató mal a la nana, se rotió a algún mesero, se descalificó a un vecino por chulo, se rió de un defecto físico, de la ropa, de la forma de hablar, se tasó la calidad moral de los “otros” por su creencia religiosa, su modelo de auto, y todo lo accesorio que da el crudo realismo.

Estas conductas arribistas ocurren al descuidar lo más valioso que tenemos, el tesoro de la inocencia, el misterio de la belleza, lo sutil y siempre nuevo, que como esa guagua malograda en el poema, depende absolutamente de nosotros para continuar viviendo.

Horror y tristeza, pero sobretodo vergüenza de presenciar despreocupadamente, hasta caer en cuenta del espectáculo decadente de la prepotencia. El abuso de poder sobre otros, pero especialmente sobre eso pequeño y frágil que late dentro, esa dignidad, decencia e integridad que corrompemos cada vez que ninguneamos a pito de una supuesta “superioridad” que jibariza todo intento por ser mejores.