sábado, 6 de agosto de 2011

Cuando el soul no cabe en el cuerpo



Hay personas -como hay otras a las cuales les crece el corazón, el hígado, o el estómago-, a las que les crece el alma de una forma desbordante, aprisionándose en las paredes del cuerpo, provocando un agotamiento y hartazgo tan graves que solamente puede ser resuelto con la muerte. Dicen que cuando uno siente que las fronteras propias coartan la libertad de esa alma prisionera, la idea del suicidio como liberación absoluta comienza a urdirse en plan maestro.

De que ocurre, ocurre, siendo o no cierto el cuento del alma humana. Lo cierto es que hay un estilo musical denominado soul, nacido de la médula negra, que recrea un sentimiento feroz y mordiente, que palpita a cada fraseo, evocando y encarnando el espíritu que parece habitarnos y que puede transformarse en nota, armonía, ritmo y cadencia. Es ahí cuando pareciera ser lo más real posible -en la imposibilidad de verlo y tocarlo- y hacer sentido como una verdad irrefutable y remota.

Quienes van vestidos con el alma, como nos diría Emmanuel “con la pura verdad por delante”, parecen ser los más proclives a acarrear este gigantismo que les condena a sentir que el cuerpo les queda chico. Una de esas es Amy Winehouse, una chica de origen judío que eligió la música negra, justamente el soul, para descomprimir ese espíritu libre que salía por sus enormes ojos.

Un talento desaprovechado ¿por ella o por el mundo? Amy, la niña de las botellas, con apellido de viña, con el propósito del despropósito, con el dinero gastado como un macho en drogas y alcohol, ocupó los anestésicos para que ese cuerpo demasiado pequeño, flaco, fatigado, frágil, resentido por tanta alma, por tanto soul, lograra alivio.

Su sinceridad vendida como espectáculo y su alma misma de regalo, la hicieron habitar en la soledad más extrema, esa que se expone a la multitud, a la chusma inconsciente, ávida de escándalo y farándula: cenit invasivo sobre la sombra, sobre el silencioso deterioro -que podría ser incluso místico-, pues corrompiendo el cuerpo es como podría expulsar el alma y dejarla deambular por los rincones que solamente la ketamina o alguna otra droga dura pudo lograr.

¿Por qué ese extraño club de los 27? Esa edad que poseo y me posee, y que perentoriamente nos condena a años futuros cargados de reiteración e interacción social, mareadores en su constante imperativo de razonamiento y lógicas adultas.

Quizás por ello, por salvaguardar la última gota de juventud, por atajar el último suspiro de una belleza mísera en su inmediatez, se cristaliza la vida preñándose de muerte. Porque un después puede ser un siempre es mejor quedarse con una fracción, un momento, un tarareo. Y porque el único destino de las estrellas es el firmamento, en buena hora que todos ellos decidieran forzar el vuelo.

El legado engrandece estas huidas precoces. Personas criticadas por su autodestrucción, completamente desprendidas en su arte y oficio, desencadenando una profunda paradoja para todos aquellos que se quejan de un supuesto egoísmo encarnado en el abuso de drogas y alcohol.

Su cuerpo continuará sin decir nada, pues todo lo que dijo lo dijo con el alma, con su voz puesta en el soul, ese que entretuvo a millones que exigían su cordura y lucidez, un estado abrumadoramente vacío, mundano y cada vez más servil al antojo del cliente.

Un brindis por Amy, por la embriaguez y el delirio, ese que no es capaz de abrir fuego contra jóvenes noruegos, que no se niega a revoluciones educacionales, que no roba el pan obrero; sólo canta gravemente la crudeza de un mundo hostil