viernes, 12 de septiembre de 2008

El Habitante Invisible



o un ejercicio intertextual para soportar el Transantiasco

Me quedo en el paradero, en la orilla, viendo zarpar una oruga colmada de burros de carga esqueléticos, cangrejos de tres patas, colorados, llenos de un líquido viscoso que se filtra por las tenazas superiores y jabalíes robustos y furiosos, rasgando, sutiles, las nalgas de un par de moscas que zumban frenéticamente junto a la popa. Sé que es posible sacar mejor producto de la fatalidad cotidiana, pero me entrego a estas imágenes cada vez que la realidad me supera. ¿Como sería mi vida sin esas ilusiones? Recuerdo a Breton y su agitada arenga: “¡Deberíamos conducirnos como si estuviéramos realmente en el mundo¡” Si alargara mi mano tanteando humedades trémulas, restregando mi orgullo en un jumper, o resoplando en un nínfulo oído, podría sentir que mi vida en ese instante preciso y real recobra algún sentido… pero la pulsión de muerte me domina y me echo en mi cabeza maniática, ésta en donde los pelos se sostienen tímidamente y los pensamientos son ácidos como una empanada de pino, a regocijarme pensando en qué pasaría si Lagos fuera en frente del Sultán Kublai a presentar su Ciudad Invisible como lo hizo Marco Polo en el libro de Calvino. No habría seudos juicios de residencia, nada más un afilado cuchillo disectaría su cuerpo en dos. Una muerte a la medida de un monarca. O simplemente en si el Transantiago fuera el Transbuenosaires y todos nosotros, en vez de borregos sufridores que a lo más manguean un pasaje nos convirtiéramos de pronto en Nerones pasajeros, ajusticiando nuestra dignidad.

Cada uno tiene un urbanista alojado dentro, tras un gran escritorio lleno de planos y maquetas. Hay algunos que ya están dormidos o han muerto sobre proyectos inconclusos, hay otros que cambiaron el giro comercial y se dedican más que al diseño de un lugar perfecto donde habitar, a especular en nombre de la “Paz”. Pero sin lugar a dudas, los más importantes son los que han podido hacer subproductos a costa de una ciudad planteada para el fracaso. Bisutería vial, fetiches tecnológicos, y hormigón, que a horcajadas cubre el sedimento que por siglos la humanidad ha derramado. Historias y metástasis. Así la ciudad, esa negación al viaje y al nomadismo del habitante del mundo, queda convertida en una imagen petrificada, de señal éticas tan estupefactas como quienes las obedecen. Como dice Papinni en las narraciones de Gog: "Ninguna de ellas fue concebida en síntesis por un genio, como una obra de arte, y realizada con fidelidad espiritual para encarnar en piedra una idea. Son, en su mayoría, conglomerados monstruosos debidos al azar y a los caprichos de las generaciones y absolutamente obedientes a las necesidades usuales de la odiosa vida en común"

La muerte de la animita. La muerte del quebrantable momento de lectura en un asiento de micro. La muerte de la muerte; la imposible misión de inhumar cadáveres escondidos bajo carreteras y autopistas.

Ahí estamos todos, presos de un MOP arrogante y de un Ministerio de Transportes que nos obliga a permanecer impávidos en un no-lugar real por tiempos indefinidos para luego ser capturados por verdes y venenosas orugas. Es ahí, en los trayectos de idas y venidas, cuando el fantasma de la idea me recorre, cuando un hada triste se me sienta como un loro en el hombro a dictarme poesías que nunca creí memorizar. “He derrochado mi vida. ¡Vamos¡ Finjamos, holguemos, ¡Oh piedad¡ Y existiremos divirtiéndonos, soñando amores monstruosos y universos fantásticos, quejándonos y combatiendo las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido…”. Rimbaud dándome un hálito de cordura, un palmoteo de espalda, un “levántate y anda”.

Es cierto ¿Qué he hecho con mi vida? ¿No me he entregado en cuerpo y alma a una ciudad que ni la montaña abraza con cariño? Decido caminar a prisa por Bandera, tomar rumbos con otra estampa y una mueca decidida. Allá voy ¡Por que el viaje es doloroso y estéril¡ a quedarme habitando en un lugar, uno solo, como un vegetal inmigrante, junto a coreanos y japoneses, peruanos y ecuatorianos. Una patria sedentaria sin límites. ¡¡No me subo más a ninguna de esas micros¡¡¡

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