viernes, 28 de noviembre de 2008

El asalto




Venía de la casa de mis amigos del chulerío de las artes visuales, y peor, de las artes y letras del Mercurio porteño, bastante entonada y con una sensación de repugnancia en el estómago. No era por el vodka falsificado, el Stolichniya en mi sangre, sino por el nauseabundo testimonio de chilenos flojos para follar. Si, habíamos estado viendo el “Informe Especial”. Afuera, ya a salvo de las aberraciones poetillentas y los programas voyeros, emprendí rumbo hacia mi casa, esquivando los mojones de perro y cuidando un paso honesto y sin tanto rastro de alcohol, mientras recordaba vagas historias de heroico erotismo, zigzagueantes como mis borrachinas piernesitas pajarísticas. Golondrinas masturbaciones en la sala de clases y sexo fugitivo en la pieza de mis padres, aparecían girado en mi cabeza. Desde chiquitita que no perdono. Venía así, triste por ese depresor de mala calidad, y por la antojada sequía sexual de esos pobres chilenos. Curada y todo venía asegurando que deberíamos hacer un sinceramiento. El matrimonio es como el demonio ¿Por qué compran “dildos” y “vaginas plásticas”? Porque en la variedad está el gusto, y ante tanto cartuchismo con la construcción social llamada “infidelidad” preferimos las tulas robóticas y toda esa bisutería ortopédica para lograr un poquito de placer. En estas cavilaciones me encontraba la plaza Aníbal Pinto cuando se me ocurrió que lo único que me faltaba para soltarme las trenzas a mango, era agarrarme a un flaite. Pero uno de esos peligrosos, que pertenecen al enemigo interno más aborrecido, por negro, rasca, roto, punga y todos esos karmas sociales que me hicieron una vez fallar en el intento. Estaba a punto de tomar Cumming cuando en mi reflexión beoda emergió Jimmy, el chico que estaba acuchillado en el pulmón en el Proa al Cañaveral una noche de abril. Esa belleza al borde del abismo físico y moral me sedujo de tal manera que fui frente a él y le pedí su correo. Con la voz de Edmundo me lanzó “almedrogo”. Seguramente trafica droga en el Almendral, pensé, y apenas me habló por MSN, lo sancioné con un categórico “inadmisible”. Ya iba subiendo por la Avenida Elías, absorta en un surmenage, cuando unos raudos pasos persiguieron los míos. Miré hacia atrás quedando de espaldas a una muralla, entrampada sin dificultad por mi propia torpeza. Un mal alimentado flaite de unos 17 años, con la indumentaria típica: jockey rojo, chasquilla y zapatillas me dijo con ese timbre fisiológicamente gangoso y pusilánime: “Ya no hay nada más que hacer…”. Me puso una afilada cortaplumas en el cuello, mientras lo miraba sin comprender muy bien qué era lo que estaba sucediendo. Ignorante en las artes de la victimización, me remití a dejarme llevar por las circunstancias. “Ya, pasa todo lo que tengai” y me trajinó los bolsillos vacíos y pelusientos, me quitó la cartera y yo se la arrebaté como un acto reflejo. Fue ahí cuando llegó un refuerzo por mi costado derecho. Otro flaite, este un poco más relajado, quizás porque portaba una navaja mucho más grande que la de mi primer agresor. En mi cuello blanco se hundía los filosos cuchillos y en vez de sentirme vulnerada, atormentada por el miedo, subyugada por la violencia, sentí una sensualidad exasperada. Me pareció guapo el refuerzo y sin otra cosa más que hacer le lancé una mirada de esas que prometen un chupetón atómico. “Estay rica tu oye” me dijo el segundo en la operación atraco y sin mayor vacilación, olvidando la necia ambición de aparentar con señoritos frígidos e intelectuales, me alcé sobre su hocico agrio y le besé desenfrenadamente. El asalto me pertenecía, había avanzado en el campo de batalla y les hacia abdicar irremediablemente. Terminada mi acción directa, el primero en atacarme se sacó el jockey, como los travestis del circo Timoteo cuando se deshacen de su peluca y cuentan su “verdad”, y me confesó que tenían problemas económicos. Los tres comentamos lo malo que está la cosa nos quedamos un par de minutos, hasta que despabilé diciendo “para otra vez será”. Me despedí y al oído de mi presa cayeron las lúbricas palabras: “cuando quiera papito” y me alejé veloz pensando en la zootecnia y en el método eugenésico más valiente que podría desarrollarse por el bien de la raza humana. Follarnos sin distinciones de castas, pues al final de cuentas no es nada más un poquito de cariño.

3 comentarios:

Marulista dijo...

wa, la media mocha por acá.

Se vienen balas washoooo, mejor me largo.

Buen texto eso si.

Anónimo dijo...

buen texto. le falta mas humedad. pero entretenido. pero esos pequeños detalles humedos que faltan son los que te llevan a viajar en tu subconciente humedo y jugueton.

Julio Sánchez, Chile dijo...

Colega, su texto es sencillamente extraordinario, armónico, raudo, y hermoso. Tanto había leído de ti, que de momento tu nombre deapareció de los medios, o al menos de mi vista. Pero te encontré.

Siga escribiendo, es bueno hacerlo.

Julio