jueves, 9 de septiembre de 2010

Rastrojos

Después de un tiempo volví a ver un gatito negro, pero iba tan apurada a pedir un préstamo, que tuve que dejarlo en una ventana. A la vuelta el gato estaba en medio de la calle con las tripas afuera. A veces me siento como Atlas. En esa sensación opera un espejismo de ternura aterrador. Pero así era como me dejaba el idiota, ese que me contagió hace tantos años. Su patetismo enternecedor, su fragilidad: ese espejo roto por donde mi narcisismo se acurrucaba como un perro vago. La necesidad desesperada de cariño. La mosca que dejas andar por tu cara para sentir que alguien te acaricia, a la manera de una famélica africana.

Daba asco ser tan frágil en un mundo donde sobrevive el más fuerte. Más aún cuando sabes que el más fuerte es precisamente el más débil. Simplemente era arrojado sentirse diminuto. Estaba la patética pulsión de sobrevivencia en medio de la epopeya. El germen semita que late en el David miserable que agita su onda en el fondo de nuestro estrecho corazón. Me avergonzaba. Me recordaba la insoportable levedad del ser, donde la mujer manipuladora y su perro baboso, ganan en el arte de la guerra. No había respuestas aleccionadoras, ni siquiera atingentes. Todas eran miserables, porque ahí se nos informaba del conducto regular. Y lo peor de todo era que lo seguíamos como feligreses y en procesión nos acercábamos al infierno. Nadie era tan dañino para sí mismo, como sí mismo. Y de alguna forma eso te hacia libre. Porque la culpa ya no te antecedía, no era una herencia, y solo era el devenir el que te responsabilizaba. Por lo tanto, el destino se encargaba de hacer funcionar la tragedia. Nada nuevo. El conducto regular y su certidumbre espeluznante.