viernes, 16 de septiembre de 2011
“Dios nos ama y va a matarnos”
Así nos dice Homero Simpson, cuando se convierte en profeta. Un hombre gigante, de barba, amoroso y tierno lo recibe en un spa, llamado cielo. Algunos tras ver esto entendemos que es verdaderamente chistoso creer que algo así es cierto. Que de verdad el creador es un viejo buena onda, que nos quiere a todos por igual y si nos mata es porque nos quiere tanto que desea nuestra compañía.
¿Ustedes se imaginan que el creador de algún tipo de vida en el laboratorio, le gustaría vivir con las cuestiones que creó pegadas al brazo, y que las sacará a pasear al mall, o a un día de campo, o a Fantasilandia, porque son sus bienamados, creados por él, y por eso bendecidos con su gracia?
Guachos de factura guacha, de padres ausentes, de familias monoparentales, o de padres dignos de ser matados, no podemos seguir dándonos el lujo de otorgar toda responsabilidad a un ser invisible, que encarna poderes de dios siendo de todas formas, un humano de talla magnificente y de sexo masculino.
Me irrita. Últimamente me molesta que toda la gente ante la tragedia le de créditos y de “bondad” a este caballero que vive en las alturas. Ese ojo omnipresente. Ese que está en todas partes con la figura fantasmagórica de esta carencia onda que nos aqueja. El padre que abandona, que huye y del que sólo queda su manto de protección como una promesa.
Tan solos estamos, tan perdidos, con tantas ganas de ser importantes para alguien, obviamente superior. Porque no somos dignos antes los ojos de nosotros mismos. Y este hecho me resulta parte de la gran miseria humana.
El “no somos nada” debería siempre ser acompañado del “porque somos todo”. Esos animales mayores importantes que por la sola cuea de estar acá, por el rajazo del big bang, viven.
Partiendo de esta visión vitalista, ganosa de experiencia, libre, en la extrañeza de un palabra que parece ser sinsentido en un universo que mantiene cortapisas sobrenaturales, legislaturas provenientes desde el más allá, jerarquías y prohibiciones de gente que nunca hemos visto ni veremos, podríamos comenzar a hacernos cargo de las infinitas posibilidades que tenemos al ser mortales.
¿Qué haríamos sin la muerte?
Imagínense si algunos ya dan la hora trascurridas un par de décadas. Milenios de diletancia, tiempo perdido mayúsculamente, deseos que pierden toda relevancia, vida que se la ha quitado el afán, la risa, y la ansiedad de descubrir o ignorar.
Dios es malo, dios está muerto, dios nos quiere, dios está aquí, pero fue a comprar un paquete de cigarrillos.
¿Y si ese caballero realmente ninguna de las anteriores, porque nunca ha existido?
Si es como siempre ha sido? Un engaño como el viejo pascuero, para que la gallada se porte bien por el regalo de un cielo sin pobreza? Un futuro allá en la lejanía que se pierde con la muerte y la podredumbre de la carne agusanada?
Si todos de pronto descubriéramos la verdad, tengo la certeza de que las cosas cambiarían. Qué comenzaríamos a vivir con menos miedos. Esos que provienen justamente de las tentativas, de la incertidumbre de lo que no es, de la farsa, de mantenernos firme en la “fe”, en el verde esperanza, que nos mortifica por la posibilidad más cercana, que se huele, de que toda creencia, es una tonta mentira para conservarnos encapsulados y ciegos en un universo plagado de colores y experiencias, vasto y trasparente.