jueves, 23 de junio de 2011

Reír sobre la leche derramada



No son buenas horas las que vive el mundo. Demasiado pronto, demasiado tarde, pero siempre desencajado como si hace tiempo hubiese algo corrido en la orbita, y el traslado fuera un viaje peligroso e incierto y en donde el peaje se paga en cuotas de rabia y pataleos.

Paquidermos furiosos, un sol envalentonado en la tormenta, volcanes violentistas, estudiantes que le dan paipazos al Ministro antibullying, nonagenarios que sirven de inspiración para estar Indignados en una plaza publica por meses, batallas campales en la Alameda, profecías destructivas, homosexuales románticos, curas pedófilos sobreseídos por juezas lesbianas, mujeres infieles, narcos ajustando cuentas, niños cobardes, conejos sin orejas, madres inconclusas, guaguas con reflujo, una desaprobación a la clase política escandalosa…lo de siempre, pero un poco más hociconiado, un poco más patético, un poco más doloroso, sin sentido, enrarecido por la perfecta sincronía del mercado capital.

Algo inevitable. Algo horrible por lo mismo. Como el desamor. Como la imposibilidad. Como haber nacido mudo y ciego en un mundo lleno de ruidos. Silenciado en el ejercicio de la indiferencia.

Entonces llega un muchacho con la certeza y patudez que da el arrojo y la incoherencia, y se equivoca como el Coyote frente a un escurridizo y enervante Correcaminos. Explota sin querer hacerlo a la manera palestina, y queda para contarlo con sus sentidos disminuidos, con señales hechas por muñones, mientras se ríen los estúpidos de siempre, y uno se apena a la manera mejicana y chilena por un epic fail no forzado.

En el Bar Uno mientras el infierno se desata y yo me abrazo a los parlantes, y las niñitas vestidas de animal print cantan “amor encapuchado” me imagino un contrapunto hecho por Don Francisco, en la vigésimo cuarta versión de la Teletón, entre Kevin, el niño que perdió las piernas en un paradero mientras esperaba locomoción para participar en la Maratón, y Luciano Pitronello, el joven anarquista que detonó una bomba y que está presuntamente implicado en el caso del mismo nombre. No vomito solamente porque no he tomado nada y mi avatar me sostiene las entrañas y los llantos. Con plata se compran huevos. Si no fuera así, estaría vomitando y lloriqueando, aunque después del constante atropello resistido como jornalera de las comunicaciones, me he vuelto de teflón...

Los pensamientos se me enfrían en las yemas de los dedos dentro de un cubículo que pareciera estar en la intemperie. Hace más frío que afuera. Y como en la punta de la lengua las palabras mueren, en esa punta de los dedos también se me van muriendo los mensajes. Se me niega el twitteo y el facebookeo, pero igual no más todavía intento comunicarme. Y no es tan grave porque aunque teniendo a mano las “redes sociales” a veces la gente no me contesta. Este es un invierno con la ley del hielo.

Las huelgas de hambre no me dejan comer tranquila en la salita de reuniones donde apiñados vemos Intrusos. Se nos niega la sal, los puchos. Hinzpeter dice que se acabo la fiesta, pero la fiesta continua. Si no es en eso, es en la risa, una gratuita y de cualquier forma y por cualquier cosa. Es lo único que hace sentir que la existencia es de propiedad intransferible. Que no es necesario hacer actos poéticos por las calles. Que el solo hecho de reír sobre la leche derramada, sobre la vaca cortada en cubos, es una proeza digna, llenadora, suficiente.