En Chile toda figura de mando es “El Viejo” por antonomasia.
El político, el profesor, el verdulero de la esquina, el facho, el pelador, el
cura, el vecino. Todos son viejos. El viejo chileno es ese que quiere eternizar
su momento de gloria. Es ese ser canalla que adapta el pasado al presente,
porque el presente le parece un futuro ininteligible de cabros de mierda que
jamás serán como él cuando era joven. El viejo chileno es ese que cree en la
jerarquía de los tiempos, el que cree en la preeminencia de las canas, la
barriga y la pelada. El que cree en la tradición y el monumento, en el monólogo
y el prejuicio. El viejo chileno detesta el diálogo entre generaciones, porque
no cree más que en su generación.
Y no me culpen por irme en contra de los viejos ¿Cómo vamos
a creer en esos muchachos del siglo veinte y viejos del siglo XXI? ¿Cómo vamos
a quererlos o ayudarlos, cómo, si los viejos de hoy son los asesinos de ayer?
Esos que nos negaron el mundo nuevo, esos que se renovaron sólo para seguir
siendo viejos, los artífices y los cómplices, esos que hoy nos apuntan con el
dedo y envidian nuestra juventud.
Los viejos, esos viejos de mierda, vinagres,
culiaos, como diría Redolés, que no creen en nada nuevo, y nos mantienen
viviendo en sus añejas y putrefactas máximas. Todos estos viejos, que plagan el
Congreso, las parroquias, los colegios, las gerencias, los tribunales, La
Moneda , no son precisamente el abuelito de Heidi. Los viejos visibles, esos
que son la reserva moralmente aceptable en este, su sistema, son los que
mataron al hermano ejemplar que no pudo mostrarnos en vida su sabiduría.
Lo
peor es que el “viejo” es todo un clásico. Está el viejo mediático del sábado,
el viejo rojo que se ofrece en navidad como ramera, el que se postula en cada
elección durante estos últimos 40 años, el viejo verde que como un vampiro
sodomiza a la carne joven, el viejo “histórico” que se le aplaude en cada acto,
etc.
Es lamentable, pero ese es el ser viejo que aparece y se
difunde.
El otro viejo, el viejo que es tan invisible como yo, el montepiado
que tiene una hija madre soltera, una enfermedad catastrófica sin plan Auge,
una fosa común esperando por él, está calladito tomando tecito en su casa,
mascando ásperas las hojas de la vida. Maldiciendo y conformándose,
alternadamente. Ese es el viejo que aparecerá sólo en algún comercial del INP,
o del Hogar de Cristo, ese viejito que como chiste muestra que no le queda ni
un solo diente, ese que vive en Cachillullo y puede hablar por teléfono con un
lejano hijo emprendedor, o el que sale en el noticiario porque fue comido por
los perros o porque para no morirse de hambre se comía los pañales con caca.
Convengamos en una cosa. En Chile desde el primer aliento,
desde el alarido vital, si se es pobre, se sigue pobre. Si no hay herencia, apellido,
pituto, compadrazgo, ni un talento que raye en la genialidad, seguirás siendo
invisible. Se nace y se muere en la casta respectiva, a pesar de los anodinos
esfuerzos de los chilenos meritócratas ¿Cómo puede ser que en un país tan
pequeño como Chile y con tantas utilidades gracias a los negocios que este país
es capaz de hacer, no cuente con seguridad social que contenga a todos los
ciudadanos cuando estos envejecen? Eso se contesta con la misma máxima impuesta
por los viejos, la plusvalía.
El gran negocio de la vejez. Los geriatras crecen
día a día - y el bono es casi un 40% más caro que el de un medico general. Las
AFP especulan con soltura en la bolsa de valores. Como será de rentable que los
chilenos vivan casi un siglo - cantidad y no calidad por cierto - que no se
discute siquiera el tema de la eutanasia en el Congreso. Uno pudiera pensar que
es porque los cancerberos son viejos, y tienen miedo que algún sobrino o hijo
un tanto más lozano, decida acabar con el conspicuo cuando este sufra su destino
de mala hierba.
Ser viejo en Chile representa el recuerdo de una triste
historia, una historia de fracaso y acomodo. Una historia que se extiende
balbuceante, desgreñada, descompuesta, añeja, nauseabunda, con rostros
conocidos, de viejos que se olvidaron del sueño, y que nacieron viejos para
podrirlo todo. Los que siguen apareciéndose como zombis, esos que se encargan
de mantener su estatus de héroes y castigar al joven Lizama o al pingüino
revoltoso que quiere aprender ahora y no en la universidad la historia de
nuestro país.
Aquí el viejo es el dictador, el asesino, el ladrón que se va en
el sueño, que muere de viejo mientras lo rodean sus parientes y lo atienden
médicos y enfermeras. Aquí, ese es el viejo. El impune, el homenajeado con la
bandera sobre el féretro. En Chile el viejo siempre será el viejo. Porque las
momias son viejas y porque ningún héroe sobrevive tras una revolución sin
victoria, aunque haya Clotarios Blest y viejos underground, como Charlie
Cortés, pero esos nunca han sido viejos.
Aquí encerrados en una cárcel sin rejas, sueño dejar un
cuerpo joven. Postulo el suicidio como principio libertador. No creo en los
viejos.