jueves, 20 de octubre de 2011

Un dieciocho chico a lo grande



El profesor Banderas de Sazie, en sus momentos de malsanoesparcimiento me decía en códice “Usted no lo diga, pero yo sí porque soy hombre” que las minas, entre las que me contaba, eran “como huasas pal pico”. Fue de eso que me acordé cuando estaba frente al She’s cock, una ramá que ofrecía el shot de tequila a $300, dejando la garganta preparada para cualquier tipo de incidente.

En medio del jolgorio de ese grupo étnico que viene salvándose del odioso éxodo campo-ciudad, culpable de todos los males modernos, se gozaba, a sus y mis anchas, de los males antiguos, cuando el tiempo era tiempo, o sea viejo para nosotros, pero aún y continuamente nuevo para ellos, los huasos y huasas (guenas pal gueno) que habitan por los interiores de esta larga culebra llena de veneno llamada Chile.

Haciendo uso indebido de un cuanto hay: copete, música, vestimenta, modales, juegos, excreciones, palabras, animales, de alguna forma ajusticiaban al “buen salvaje” que los convirtió en inquilinos, y en distintos tipo de criaturas en labores del campo para beneficio del futre.

A diferencia de la raza indómita, del indígena puro, este sujeto social huacho, ignorante y pobre, con raíces donadas por sus amos, fue la carne de cañón que debió salvaguardarse en la mansedumbre y estupidez clásica de quien tiene miedo y necesidad. Como un perro debilucho, que no generó el aliento rencoroso y autodeterminado del vago, se ha aguachado históricamente al lado de quien puede darle sobras, pero también patadas.

Así y todo, tiene su venganza. Es a sí mismo una construcción dotada de variaciones e inventos, un ser de una naturaleza tan espuria, que como un papel puede escribirse a la manera libre aún siendo analfabeto, logrando en muchos casos, con letra clara y pulso decidido, un “pico pal que lee”. Sucede entonces una rareza. La libertad se da justamente con el garrote marcado en el lomo. Ha sido abandonado como a ese quiltro que a nadie le importa, pero tiene la gracia de tener ruta propia, e incluso su clan, de igualmente despojados, en donde guarecerse.

La cultura no les ha entrado, ni siquiera con sangre, como tampoco uno pudiera pensar, la religión. La ley esta dada por el estilo, por el sello, por la marca personal. Cada uno se ha hecho a sí mismo. Y si todos bailan al son de la cumbia ranchera, todos lo hacen con un paso propio, que jamás vieron ni verán en los programas juveniles. Porque la alegría de los huasos y las huasas, no se televisa. Su ropa no es tendencia más que para ellos, como individuos. Nadie se viste igual al otro, ni toma, ni fuma como el de al lado. Así convivía el paso del delgado y macho cincuentón con un pañuelo amarrado al cuello, jeans negros con cinturón de hebilla ancha, con el viejito de terno negro, y el caballero de gorro alone y chaqueta de lino blancos, el mozalbete de chaqueta de cuero y camisa a rayas, y las mujeres, todas destacando su beneficio como huasas que son.

Y ahí bailando con el muchachón Cristóbal Felipe, de 23 años, entendía que el orgullo racial era justamente la envidia a la libertad de no tenerla. Porque ese cabro con pómulos de indígena, pelo de cholo y porte de patrón, tenía cancha tiro y lado para ser cruel como un bárbaro, fuerte como un polinesio, divertido como un brasilero, canchero como un argentino, borracho como un vienés, sin ser ni siquiera chileno, pues distinto completamente a sus valores republicanos y sus aspiraciones de educarse gratis, en una ciudad que homogeniza con su trastabillar civilizarte, con su polución y podredumbre, con su reverberar en el área de servicios, bailaba y tomaba en el pueblo, su pueblo, del cual no pensaba moverse ni cambiar, para seguir en la misma; esperando la pichanga, el paseo al río, la cosecha, el dieciocho, el dieciocho chico, en una diletancia feliz, con olor a humo, a churrascas y ponche de durazno.